Un pequeño adelanto:
Ahora, estaban a años luz de ella. Inalcanzables. Quizás Viola efectivamente estaba creciendo, como decían las tías, pero a ella no le parecía así: era mucho más bajita que sus compañeras y tenía el cuerpo poco femenino, tan plano como una plancha.
Y luego pasó el incidente, su ruina definitiva. En septiembre, después del regreso a clases, Cecilia Romilly la sorprendió escribiendo en su diario; se lo arrancó de las manos, sacudiéndolo delante de todos. Mientras Viola buscaba desesperadamente la manera de recuperarlo, provocaba las risas histéricas de todo el salón. Cecilia subió a un escritorio y empezó a declamar algunos pasajes.
Viola la miró como paralizada. Sus sueños, sus estúpidas ideas, de niña, exhibidas frente a todos.
Y al final, la gota que derramó el vaso.
—Miren nada más: ¡Viola de grande quiere ser una escritora famosa, como su tía —gritó Cecilia—. Vaya, ¡que modesta!
Desde aquel día Viola dejó de tener un diario y también dejó de escribir. El daño estaba hecho: poco a poco se volvió menos popular que la sopa de col de la cafetería escolar.
Soplaba un viento gélido y el uniforme de la escuela, camisa, falda y calcetines, resultó demasiado ligero. Viola regresó temblando.
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